Sólo queda una semana para la gran carrera, esa que llevas preparándote 12 semanas con un plan de entrenamiento que te has bajado de una app, esa en la que vas a reventar tus marcas, la carrera en la que has puesto todas tus energías y esperanzas de los últimos tres meses. Pero de repente ocurre algo inesperado, algo que no entraba en tus planes: pillas el Catarrazo. No haces más que estornudar, toses de una manera descontrolada, tienes una congestión brutal, la cabeza te va a estallar, el Frenadol no funciona, la Couldina te deja hecho papilla, sólo quedan 3 días ya para la carrera. Haces un último entrenamiento y tienes calambres en el estómago, a los pulmones no entra aire, una calamidad. Estás desesperado. Y llega el día de la carrera. Te encuentras, al menos, apto para poder hacerla. La corres y mejoras tu anterior marca. Pero hay que quejarse porque el runner tiende a la queja natural, que si me dolía el gemelo, que si en el km 5 iba fundido, que si iba hasta arriba de ibupofeno...